En mi mundo ideal, sacar buenas notas se premiaría con viajes y comerse la luz se castigaría con confiscación de pasaporte –ah ¿Usted no respeta? Usted no viaja-. Agarra, abusador.
Hace poco más de un año, montada en un autobús vía New Jersey, mi prima hermana Gabriela Eugenia -Gaby, me encanta saber que no soy la única víctima con ese segundo nombre- me preguntó que cual creía yo que era el mejor invento del hombre. Me quedé viendo la ventana, pensando que con esa respuesta tenía que “comérmela” y se me vinieron a la mente no menos de ocho creaciones humanas: el avión, la rueda, el internet, y otras cosillas que nos han hecho la vida mucho más confortable. Después de analizar los pro y los contras de cada uno –creo que ganó el celular- esa noche di con la verdadera respuesta, al menos mí verdadera respuesta. Entonces me dije -chica, si está clarísimo, lo más ingenioso que se le ha ocurrido al hombre es viajar, mirar un poquito más lejos y preguntarse: ¿qué novedad habrá por allá?-. Muchas gracias colegas portugueses –¿o quizá italianos?-, mi mayor placer, infalible y absoluto, se lo debo a ustedes.
Desde
bien chiquita, viajar implicaba para mí una sensación bastante similar a un niño
abriendo los regalos de Santa un 25 de diciembre. Mi mamá trabaja básicamente
para viajar y probablemente sus genes estén tatuados hasta en mi último Cc de
sangre. La expectativa de conocer nuevos espacios, leer en los extranjeros sus
diferentes culturas, jurungar en los mercaditos, perderme en las callecitas,
oler, comer, comer, comer –sí, esta parte
es importante- y sobretodo, congelar cada momento en imágenes –soy fotógrafa, primero va mi cámara y luego
mi cepillo de dientes- es un wish
list interminable.
El
olor de los aeropuertos me eriza orgásmicamente; amo viajar como sea y donde
sea, pero debo confesar que los aviones y yo nos entendemos perfecto. Sentarme
a planificar un viaje es mejor plan que bailar salsa, comer risotto o ver
películas de cine independiente y reviso hasta el último blog de cada ciudad para
hacer el intento de ir a lugarsitos lo menos turísticos posible –aunque si viajo en familia, no pelamos el
“Sightseeing bus”-. Desde que compro el boleto hasta que escucho a la
aeromoza explicando cómo inflar el chaleco salvavidas, obviando el proceso
CADIVI y el “packing day” –que pagaría sin remordimiento porque alguien más lo
hiciera- la emoción es tan cursi que no me soporto.
Cada
destino es un gran anuncio que grita “Puede pasar con confianza”. Pisar tierra
diferente a la que concurres todos los días es una bendición glamorosa. No escapar de la rutina
debería ser ilegal, y hacerlo sin maletas, traer consecuencias de gravedad
criminal. Tener pasaporte debería ser un ordenamiento del ejecutivo y deberían
haber más SAIME que Mc Donalds. En mi mundo ideal, sacar buenas notas se
premiaría con viajes y comerse la luz se castigaría con confiscación de
pasaporte –ah ¿Usted no respeta? Usted
no viaja-. Agarra, abusador.
El
que viaja crece. Primero se viaja, luego se existe. El que diga que conoce el
mundo y no ha viajado, o es un hablador de $%&(/nadas o se ha pasado la
vida encerrado leyendo desde Homero hasta Victor Hugo –porque hay que reconocer, que leer es lo más parecido a viajar-.
El que viaja tiene más contenido para argumentar, aumenta su cultura general,
desarrolla su olfato y su paladar, conoce nuevos seres humanos, y si tiene
suerte, hasta unas palabritas en otro idioma puede aprender. El que viaja es
rico, porque ha cultivado su espíritu con experiencias tan diversas como peces
en el mar, y está consciente que al final de su vida, lo que deja es un backpack lleno de anécdotas y relatos
interesantes sobre su aprendizaje.
Viajar
es un escape sublime, es la oportunidad de entender que las fronteras no
existen, que son sólo una burrada política para otorgarle propiedad a la tierra
del hombre. Que lo tuyo es mío y lo mío es tuyo, porque somos humanos y punto.
Es un “ven que te presento…”, es un descubrimiento sin límites, es un “merci”,
un “ich liebe”, un “please”.
A
mis 25 años me hice una promesa: todos los años voy a viajar. Afirmo con la
seriedad del caso que esta promesa tiene
lazos de sangre. Mi crecimiento humano, personal y espiritual, va de la
mano con el descubrimiento del mundo y el entendimiento de mi raza. La vida
generosa nos ha regalado un planeta hermoso, ávido por conocernos. ¿No sería
injusto no darle ese placer? Yo creo que sí.
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